Viajo al pasado de la inocencia y la veo con ojos de niña. No mide más, pero no es pequeña y sin embargo, se aleja de todo entendimiento. Mi distancia siente que me percibe pero sus ojos llorosos realmente se pierden en sí mismos.
Ella está parada a la vuelta de un garage muy desordenado y en la oscuridad, escucho exactamente que su mente se pregunta el por qué. Es algo que no tiene sentido siquiera pero que se extiende en la continuidad. Me desprendo de mi, aunque claro que eso no puedo, y comienzo a mirar desde otro lado y hacia arriba. Siento el frío de espectro, de lo imposible que ocurre.
En la casa se oyen ruidos, y gritos a lo lejos. Imagino el forcejeo desde mi edad y sin embargo, a ella que está parada ahí nada la conmueve más que lo que interpreta. La vista nublada en ese día que todos los juegos perdieron su valor.
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Me esfuerzo por encontrarla pero, mientras más lo hago, más construyo la lejanía. Por momentos, siento la humedad oscura que me recorre e impregna de manera molestamente familiar, similar a la de una bóveda secreta olvidada en un castillo antiguo y desvencijado que a nadie le importa, pero que está. Los halos de luz quiebran el sentido y se mezclan y todo se confunde. Pero cada vez que vuelvo, porque sin quererlo me encuentro aferrada, la niña se sigue escondiendo de la misma manera una y otra vez.
Resulta una locura, desde lo más frívolo de la racionalidad, pero después de todo ¿qué es la vida sin los locos? Al menos la mía carecería de concepción y no porque así lo elija sino porque me corresponde.
Adentrarse allí, tras las puertas de esa casa, representa un viaje inentendible a la penumbra de lo más humano y, sin embargo, todo se reconfigura. Cada vez que habito, permito redescubrir. Aunque, si he de encontrar, la niña –sin su juego- esperará.
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